lunes, 9 de noviembre de 2009

Roja Magdalena

Empecé por pintarme rayos en el pelo. Uno por cada día de tristeza. De pronto tenía el cabello color sangre. Las gotas chorreando en la ducha, haciendo remolinos en la coladera, maquillando mis blancos azulejos, dejando las toallas oliendo a colorante barato. Después de algunos meses de volver siempre al rubio natural, decidí teñirlo definitivamente, llevar mi luto al rojo vivo.

Como era de esperarse el viento se enamoró de mis nuevos brillos y los puso a danzar; aleteando, semejaban colibríes sin mayor placer que beber el néctar de mi espalda. Llegué a pensar entonces que por mis cabellos escapaba mi soledad y no pude cortarlos, dejando que manaran a borbotones finos hasta mi baja espalda.

Sin embargo el pedazo de corazón que aún latía dentro de mi organismo, se avergonzaba de mi alegre piel, me desdeñaba por ser tan blanca, tan caucásicamente fría.

No lo soporté. Me dirigí a la playa, arrojé mi vestido a un costado y el sol deshidrató mi humanidad. Sin bronceador o aceites. De un lado y del otro hasta que el gigante rubio desapareció en el horizonte.

Ardiendo la piel me fui desnuda, roja, cantando a media voz, hacia el anochecer de mi vida.

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