jueves, 6 de agosto de 2009

Envuelto en tus manos

Desvístete, dice ella. Comienzo con la playera, pero antes de llegar al pantalón ella se ha ido; lo dejo caer, luego los boxers, no me contemplo, tomo la ropa y la doblo perfectamente, casi preparándome para un ritual. Casi porque los boxers no reciben este tratamiento, caen doblados hacia afuera rompiendo la cuadratura de mis otras prendas. Me recuesto dentro de la cama de masaje, espero un poco, mi ansiedad a manera de incienso se consume, deja un rastro perceptible, casi invisible, audible sólo en mi respiración.

Ella llega y con ella la música, sus palabras se funden en el aire mientras que posa sus manos sobre mi espalda baja, mueren mil aves negras en el instante en que me indica que este masaje no está destinado al dolor. Nacen millones multicolores al primer contacto de sus yemas con mis piernas. Maternalmente me descubre un fragmento de mi velado cuerpo y lo toca, no, error, Mariana no toca, interpreta mi piel, presiona gentilmente las cuerdas de mi cuerpo tensando y destensando, una a una, las hace vibrar sutilmente; música de iglesia de pueblo, menos barroca que la de catedral, sencilla y por tanto más hermosa, escuchada por tan pocos, que quizás sea más especial.

Mi cuerpo es el arpa en el que ella deposita sus melancolías con fuerza, pero nunca con desdén. Es su masaje arte plasmado en los resquicios de mi más intima soledad, ahí donde hace veintidós años nadie pulsaba, o al menos no con la precisión del relojero y el frenesí del loco que a ella le acompañan.

No es un masaje erótico pero despierta placeres recónditos que en nada se vinculan con el sexo, cada fibra danza al distenderse de la contigua, danza y se estira despertando de su letargo. Baja el zipper de mi piel, la pone a tender y le pregunta a mis músculos ¿cómo es que por tanto tiempo se han olvidado de ti? No hay justicia en esto, agrega mientras los besa con sus palmas amorosamente.

No sé cómo ni cuándo, (ya que el tiempo no tiene sentido cuando el amor hacen a tus pies, tobillos, muslos, rodillas y entrepiernas), de pronto se encuentra sobre mis nalgas, las cuales se postran ante la diosa que desde los cielos con su dedo pinta atardeceres. Jardinera que arranca la malahierba y siembra sobre los ríos de articulaciones lirios que nadando vayan portando el mensaje de su paz. Masajista alfarera, anciana doña rosa de Oaxaca que con tus manos rebosantes de barro y sin torno me tomas de la tierra y por tus esfuerzos cobro vida nuevamente. Me moldeas, pules, sacas brillo de mi piel seca, me haces olla artesanal, regalas contornos, dibujas flores, tallas y presionas con tus falanges que irradian la sabiduría de tus ancestros.

Así surcando los océanos de mi piel, pasando de un lugar a otro, navegando entre las olas de azulejos blancos en esa oscuridad iluminada por las estrellas velas que has colocado para mí, giras, apareces entre sueños, odalisca tierna que en hechizos me relajas: cierra los ojos me comentas, tus manos caen sobre mi espalda. Te has convertido en la DJ de mis discos, uno por uno los mezclas, escuchas en tus audífonos el tronar de una de mis tristezas que resquebrajadas se arrastran para no morir a tus pies. Me usas como tornamesa, subes mi volumen, gimo, estallo, tiemblo, tiemblan todos en esta orgía musical, electrónica, sensorial en que has convertido mi espalda. Retiras los discos de mi columna, de dos en dos los limpias con el pañuelo de tus dedos y el aceite que les colocas les devuelve el brillo, vinílicos, acetatos de colección, los enmarcas y en la pared de mi cuerpo los reinsertas para el asombro de quien los mire. Toda tu palma, toda presionando botones, aumentando graves, disminuyendo aquí y allá, para que esto o aquello suene mejor, para que esté mejor calibrado, para que deje de ser una tornamesa y se convierta en violonchelo afinado al cual podrías abrazarte, tocar una serenata a la Coyolxauqui, ritmos aztecas vibran ahora en el estéreo de la habitación.

Esta mujer es una diosa pienso, una madre. Coatlicue que haces fértil con tu vida y muerte al verterte sobre este mortal al que acaricias. ¡Toma mis brazos madre! quiero gritar, pero antes de que lo haga, ya te has vuelto hilandera que fluida vas tejiendo sin detenerte un telar para el sol.

Son mis brazos la urdimbre, mis dedos la trama, ella urde la trama cual bohemia escritora que apenas roza las teclas imprimiendo a tinta fresca la historia de su vida, la tela en que nos teje. Que ir y venir pienso, casi parece que la acaricio cuando ella vuelta mar me obliga a tenerla y dejarla ir una y otra vez, mis manos apenas sienten el calor de su antebrazo cuando este se ha ido dejándola para volverla a tener, por unos instantes parece que soy humano, que soy yo quien camina, pero es ella la titiritera que hábilmente jala los tejidos de mis brazos.

Casi quiero creer que nací aquí y aquí voy a morirme...

No, sé que esto tendrá su final, lo preveo, no lo pienso. Torrentes de aire blanco me inundan, expiro mi conciencia. Voltéate dice, lo consigo, no sé cómo, mi cuerpo no me pertenece, soy sólo por sus palabras y sus manos. Volteado estoy, ella continua con este placentero viaje que me recorre, se entrega, se otorga de una manera que son sus brazos máquinas corazón que sacan copias, aplanan, aplastan, ensamblan, pero siempre al pulso de su latido y con la sonrisa entrevista de su pasión.

Mi pecho se abre al contacto, expulsando los rencores y las dudas, cuanto dolor puede albergar el espacio entre mi pecho, no lo sé, es un contenedor sin fondo, pero como todo contenedor, puede ser vaciado, ella lo hace, lo lava por dentro con su jabón eternidad, me arropa y me deja a secar. El corazón tirita de frío y ella lo abraza hasta que calmado vuelve a su lugar; a luchar.

Ha llegado a mi rostro, el rostro es la mejor parte, sus dedos van poniendo puntos sobre mi barbilla, los bellos que habitan verdes el valle de mi rostro se enervan al sentirla cerca, la presienten y cantan. Es ella la doncella que habita el castillo de mi nariz cuando la hace vibrar en tonos guinda en aquel tiempo francés. Los timbales de mis oídos por un tiempo cesan su constante chocar, hay silencio, el verdadero silencio que sólo otorgan las sordinas de sus palmas en flor. Mismas que deshojándose quedan tallos, mueren, son fantasmas que en sombras se deslizan hasta mis ojos, cubriendo. El cristalino pide la mano de la retina y arrasan la pista con el tango que destila poco a poco el fonógrafo que cóncavo se ha colocado sobre mis pupilas. Mis nervios ópticos se tornan calmos ópticos, todo es uno, el uno es todo, somos uno, cuanta intimidad sin una gota de erotismo. Mis cabellos, ella toma mis cabellos, los aprieta, está por terminar, termina en un orgasmo de fuerza, jalando el moño con que concluye la decoración de mi cuerpo.

Relajado, maduro, fermentado en las barricas de su casa, soy un vino de alta calidad, de racimos plantados por el mismo Dionisos, cortados y aplastados por expertos a la antigua en las campiñas de la más fresca de las viñas... me entrega para la vendimia, envuelto en sus manos con el moño de su mirar.

Me observa como una niña tierna que ha hecho un pastel para su padre y espera el veredicto: ¿te gustó?

Yo no tuve palabras, pero ahora que las tengo y te las regalo. Sólo espero el momento en que aquel milagro se vuelva a producir.

(Un masaje como el que recibí ayer de tus manos es arte para un sólo público cuya ovación es un simple gracias y tal vez una recomendación, unas palabras con las cuales estoy seguro, me quedo corto...)

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